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miércoles, 21 de diciembre de 2011

Relato Navideño + ¡¡¡100 seguidores!!!

Observaba con desdén a mi hermana desde la mesa donde ella se encontraba. Escribía con ansía su carta a Santa Claus, llenando la lista con nombres de juguetes que ni siquiera conocía ni quería, tan solo deseaba saciar el capricho de ver el salón la mañana del veinticinco de Diciembre repleto de envoltorios con colores chillones y estructuras cuanto menos rectangulares.
Ya hacía mucho tiempo que había perdido la ilusión por la Navidad y los regalos, no quiero decir que no me agradara poner el árbol y decorarlo con las diversas bolas de cristal que lo dotaban de una perfección similar a la de un villancico popular, sino que con los años al igual que la juventud de una persona se marchita tan rápido como la hoja de un árbol al llegar el otoño fui perdiendo la emoción de estas fiestas.
Recuerdo haber sido como Meaghan, y apuntar cuanto observaba en el catálogo -concretamente en la sección que destacaban con una franja rosa- solo porque me gustara la fotografía del juguete aun ni sabiendo la utilidad que tenía o si iba a jugar realmente con él.
Sus bucles dorados se movían ágilmente a la vez que asentía inconscientemene mientras anotaba con un bolígrafo de tinta negra sus recompensas por haber sido una niña "muy buena" durante todo el año.
Yo tan solo me dignaba a esperar el milagro de que el bueno de Santa me trajera al menos un móvil nuevo que, creedme, no costaría mucho más que los regalos de la caprichosa de mi hermana. Tan solo deseaba sustituir mi viejo y estropeado móvil por uno más sofisticado, puede que una Blackberry. Pero como la indeseable de Meaghan ya había llenado el cupo de gastos con sus regalitos y yo ya era "mayor" puede que lo único que obtuviese aquella mañana fuese un conjunto de ropa que no costase ni una tercera parte de lo que lo hacían los suyos.
Una vez vi que terminó de escribir su carta se la arrebaté de las manos, provocando en ella una reacción de sobresalto. Comencé a leer escrupulosamente la lista, en ella se encontraban incluso juguetes que no habían sido ni anunciados por televisión, y que seguro que no había tenido ni idea de su existencia hasta verlo en el catálogo.
Una vez visto que había pedido en total diecisiete inservibles juguetes realicé una mueca de desprecio, que mostraba mi más profundo odio hacia esa pequeña niña de ocho años.
-Meaghan, si pides tanto vas a conseguir que Santa no pueda traerte muchas cosas de las que hay aquí-señalé la lista con el dedo índice-todo esto es muy caro.
Ella me miró con recelo y tras meditarlo muchas veces sacó la lengua como señal de lo idiota que pensaba que era. Ambas sabíamos que iba a recibir todo lo que había pedido, sin importar que esto nos afectase después a nuestra vida cotidiana.
-¡No seas ridícula!-comentó después de un gran silencio-, los regalos los fabrica Santa Claus en su guarida. Igualmente-realizó una pausa-, él es mágico, puede hacer aparecer el dinero con tan solo desearlo.
Tras esto, cogió su carta y se levantó de la silla con decisión. Dejó la carta sobre la encimera, donde se mantendría hasta el día que pudiera hacérsela llegar al, según ella, "gran mago". Una vez observó que la estancia navideña se encontraba sin ningún cambio significante acarició su calcetín rojo y suspiró.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Movió las manos con destreza quitándose las pocas motas de polvo que su chaqueta negra había recogido durante las últimas tres horas. Era un maniático con respecto a esas cosas, siempre debía ir impecable; tal vez era la misma manía que padecía su amo.
Su amo, esa persona que aún despertaba asombro y misterio en él, sin importar las muchas décadas que llevaban él y su padre a su servicio; al contrario, cuanto más sabía de él menos creía conocerlo. Desconocía su edad real, pues siempre le daba cifras redondeadas sin ninguna relación con la anterior. Aunque tenía el rostro de un joven sabía perfectamente que era mucho más mayor, en cuanto a años se refería, que él.
En los lugares por los que habían pasado cuando disfrutaban de la dichosa vida alemana se le llamaba «El Sin Nombre», dado que aparte de marchar de un lugar a otro en cuestión de meses con su criado Bertram –o mayordomo, como deseaba llamarse– el conocimiento de su nombre era como un profundo abismo que no tenía fin. Una vez, cuando Bertram no tenía más que nueve años le rebeló que se llamaba Frederick von Eckermann, e incluso en ocasiones se había cuestionado si había sido del todo sincero.
Inspiró hondo y exhaló con suavidad, como si intentase no apagar una vela. Siempre había detestado cambiar de aires, no deseaba dejar a gente con la cual ya había estrechado lazos para intimar con otras personas de las que tendría que despedirse el día que menos lo esperara; pero le había resultado peor la idea de tener que marcharse a Inglaterra. A lo largo de su precipitado aprendizaje en el lenguaje y la cultura inglesa Frederick hablaba sobre algunas de sus anécdotas cuando había residido en Londres durante la Primera Revolución Industrial; Bertram había escuchado asombrado todas esas historias como si de un propio recuerdo suyo se tratara.
Abrió la puerta de la oscura carroza realizando una simple maniobra. Se mostró cabizbajo, era una costumbre suya cuando su amo salía de un carruaje, no tenía que haber contacto visual, Frederick siempre lo había preferido así. Bertram obedecía principalmente no porque estuviese a su servicio y le debiera respeto sino por el temor que sentía hacia él. Allá por donde pasaban ellos dos el caos dejaba su esencia como las damas lo hacían cuando se aplicaban sus perfumes.