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jueves, 30 de agosto de 2012

Marionetas de un loco llamado Destino


Su pálida mano asciende lentamente. Ahí está, otra vez, esa cuerda prácticamente imperceptible que tira de ella guiando todos sus actos. El pequeño destello que produce el hilo al encontrarse con la luz del Sol la asusta. Destino ha vuelto a comenzar. Destino, ese loco que salió del Manicomio de la Eternidad por ser el más cuerdo de todos.
Su trabajo es suspender en el vacío de la desesperación a cientos de marionetas manejándolas a su antojo, haciéndolas sentirse miserables e incomprendidas, tal y como él se sintió una vez ante los ojos del mundo que lo rodeaba, por eso ahora se encuentra todo el día escondido en su dúplex iluminado tan sólo por la luz que entra por la ventana de su desordenada habitación.
Ninguna marioneta ha visto jamás el rostro de Destino; no obstante, la más envejecida de su siniestra colección especula que debe ser mucho más terrorífico que la peor de sus pesadillas: estar allí. Ella siempre ha creído las hipótesis de aquel viejo muñeco de porcelana, de hecho, todos lo hacen, como cuando afirmó que lejos de aquel vacío de preocupación y dolor hay un suelo sólido esperándolos para poder mimarlos con la calidez que siempre han aguardado; aunque todos pensaron en ese instante que era mentira, muchos deseaban que fuese cierto, porque eso significaría que Destino habría menospreciado dos de las miles de placas de madera barnizadas que sostiene día y noche.
La muñeca mira con tristeza su vestido azul eléctrico cargado en decepción, que ahora se eleva debido a una suave brizna que ha entrado por la ventana. ¿Cuándo comenzó esto? Ella sólo era una marioneta que pasaba las tardes contemplando los anocheceres desde el escaparate de cristal que la separaba del exterior. Entonces quería escapar de la prisión que la decoraba con cifras que ponían precio a su vida. Al menos era mucho mejor que el conflicto emocional en el que está ahora, porque al menos sabía que un día sus momentos en la tienda finalizaría, ahora duda siquiera que pueda desafiar con la mirada a la luna y, a sus soldados, las estrellas.
Destino se ha encargado desde su llegada que se acerque a marionetas que nunca habría conocido en la juguetería en la que fue confeccionada. Una vez consigue tomarles cariño, olvidando el dolor en el que la han sumido otras, él, harto de presenciar la misma escena una y otra vez, inclina sus dos placas en forma de cruz dejando caer sus sueños en el vacío inmenso. Se le han vuelto a escapar, otra vez.
Hoy es diferente. Hoy no conoce a nadie. Hoy no se lleva decepciones con las conversaciones guionizadas de Destino. Hoy no llora porque su sonrisa rojiza de pintura se está borrando. Hoy simplemente cae, cae como un ave herida. Cae sola, ya que los finos hilos que la sujetan han cedido, no la soportan más, la abandonan como tantas marionetas han hecho ya. Durante minutos, su único acompañante es el viento que se forma debido a la caprichosa gravedad que tira de ella con fuerza. Quiere tener miedo, pero el miedo está tan asustado que se ha cobijado en una de las sombras de la oscura habitación.
Una vez ha perdido toda ilusión de escapar de ese lugar inmundo, impacta contra una superficie sólida. Es curioso, porque durante meses y meses sus delicados pies de cerámica china no han rozado nada más que aire. Aunque no pueda moverse, siente que una felicidad cosquilleante le recorre los dedos de las manos, anunciándole que ha llegado a la tierra prometida con la que todas las marionetas como ella han soñado por lo menos una vez en su vida: el suelo. No es tan cálido como muchos corroboran, es más frío que sus propios corazones, pero le resulta tan acogedor que no le importa en ningún instante sentir cómo poco a poco las mejillas se le sonrosan. Está a salvo, después de todo.
Pobre juguete, que piensa que es libre, sin tener la más mínima idea de que el destino acaba de comenzar su tortura con ella, mientras su mundo de porcelana se resquebraja poco a poco.

domingo, 26 de agosto de 2012

Relación virtual



Lo dejo. Lo dejo todo. Durante mucho tiempo intenté engañarme a mí misma inventando excusas por ti, excusas tan estúpidas que no eras ni capaz de recitarlas. Me instalaste en el disco duro de tu vida como un programa de entretenimiento, cuando yo pensaba que formaba parte de aquellos que son vitales para el arranque de tu sistema operativo.
Traté de acceder a tu red wi-fi utilizando una serie de códigos que me fuiste confiando a lo largo del tiempo. Incorrectos. Ninguno de ellos coincidía con aquel que me permitiese entrar en la base de datos de tu corazón, si es que el que tú me enseñaste era el que te correspondía. Probé, probé y probé hasta que mis ojos estaban tan entrecerrados que lo único que distinguía eran figuras borrosas de colores grisáceos. No soy una hacker emocional, después de todo.
Un día conocí a un programa desinstalado que me advirtió de tus fechorías, que acabarías conmigo en cuanto reparases en todos mis funcionamientos; pero tú te atreviste a comentarme que se trataba sólo de un archivo defectuoso que estaba infectado de virus. Te creí, porque no tenía otra cosa mejor que hacer, o eso pensaba.
Desgraciadamente, ese momento llegó. No me diste siquiera explicaciones, sólo me reprochaste que por mi culpa te estabas quedando sin espacio en la memoria de tu ordenador mental. Es paradójico pensar que fui la última en entrar para ser la primera en salir. Entonces, por si amenazaba con volver -estúpido de ti-, instalaste un anti-virus lo suficientemente potente como para mantenernos al margen de tu barra de tareas visual y mostrarnos que podías prescindir de unas cuantas aplicaciones demasiado manoseadas por el cursor del tu ratón.
Pobre anti-virus, que piensa que al tener la capacidad de actualizarse cada año tiene la posibilidad de perdurar contigo; pero claro, eso te saldrá caro y, quieras o no, con el tiempo, recurrirás por volver con tus antiguos programas, los que consideraste dañinos para tu vida; no obstante, para entonces, tu base de datos ya habrá sido destruida.