Seguidores

domingo, 27 de enero de 2013

Llévame contigo


Recuerdo la primera vez que me preguntaron quién era Lenah. Fueron mis padres. Yo les relaté con lujo de detalles que era el amor de mi vida y que la había conocido hacía tan sólo unas semanas. Ellos parecían contentos, después de todo, era la primera vez que una chica me miraba a los ojos sin pensar en lo pringado que era. ¿Que no sabes quién es ella? Te lo explico.
Lenah es fuego y a la vez también hielo, es una contradicción de su propia existencia. Es agridulce como la salsa. Su parte dulce es capaz de encontrar la luz de la generosidad en un corazón de piedra y su parte agria puede mandar a paseo a cualquier imbécil que se fije en el lema delantero de su camiseta. Una vez probé su parte agria, cuando la invité a cenar a mi casa y ella no se presentó. No le dirigí la palabra en dos semanas, pero era imposible, yo la amo.
El humo del cigarrillo que salía de sus labios cada vez que estaba en casa se perdía en un ambiente cargado en rock & roll. Nos adentrábamos en las marismas de la tranquilidad cada vez que el vodka nos consumía a los dos. Pasaba mi tiempo haciéndole fotos o dibujando su belleza radiante. Creo que mi madre llegó a envidiar su aterciopelada piel, porque puso mala cara en cuanto veía las fotos que le hacía. No es que ella no sea guapa, pero mi novia lo es más.
Más de una vez le pregunté qué era de sus padres, porque siempre rehuía ese tipo de preguntas. Ella sólo encogía los hombros, volvía a omitir la respuesta de algo que para mí era tan importante. Después, para evitar que yo me quejase otra vez por no querer contarme algo tan importante como eso, me besaba apasionadamente.
Mis amigos estaban cansados de que sólo hablase de ella, diciendo que no era el de antes, que no estaba bien, que tenía un problema. ¿Estar enamorado es un problema? El problema lo tienen ellos porque no han encontrado el amor verdadero.
Por otra parte, mis padres me miraban extrañados cada noche que les decía que Lenah cenaría conmigo, que no tenía adónde ir, que estaba sola. Luego, se enfadaban cuando veían que ella no probaba ni bocado de su comida. Yo la justificaba diciendo: "Es muy quisquillosa, perdonadla".
Un día, mis padres me llevaron a dar un paseo con el coche. Querían hablar conmigo. Alegaban que durante un tiempo me había comportado de una manera muy siniestra, hablando tanto de esa chica. Mi padre siempre tenía la manía de dar golpecitos al volante cuando pensaba comentarme algo que sabía que me enfurecería. Entonces, llegó.

-Max, Lenah no existe.

Comencé a gritar, diciéndole todas y cada una de las veces que la habían visto. Pero mi madre respondió que lo único que podía darles una referencia de su aspecto físico eran mis dibujos, que mis fotos sólo enfocaban un punto indefinido del horizonte y que no se había presentado ni una sola noche a cenar. 
Definitivamente, el paseo terminó en un psiquiátrico.
Y, sinceramente, la vida allí no está tan mal como la plantean en algunas películas. Hacemos terapia, nos dan medicación; y después, tenemos todo el día para nosotros solos. Ya he hecho varios amigos, Nicole y Harry. Ambos están más cuerdos de lo que cualquier terapeuta podría estar. Parece como una conspiración, como si quisiesen tenernos dentro durante toda la eternidad.
Ayer, cuando ya por fin había terminado de comer y tomado mi medicación, entré en mi habitación y me senté a dibujar un poco. Era la primera vez que dibujaba a alguien que no era Lenah, me encargué de reflejar con un carboncillo una situación bastante graciosa que Harry me contó que le ocurrió el día antes de entrar en este sitio de locos. De graciosa no tenía nada, pero tenía necesidad de plasmarla en un papel.
En ese momento allí estaba Lenah. Me miraba fijamente, recriminándome que me dejaba aplacar por varias personas que no tenían vida propia.

-Te he echado de menos -comencé yo, acariciando su pelo.

Me besó. Fue un instante corto, pero tan intenso como solía ser siempre. La abracé con fuerza, maldiciendo a cada uno de los que afirmaban que lo que me ocurría era un trastorno debido al miedo al rechazo. Ella estaba aquí y yo sería su media manzana, porque odia las naranjas.

-No te dejaré marchar, cariño -siguió Lenah.

Me quedé paralizado.

-Juntos para toda la eternidad.

sábado, 19 de enero de 2013

Atrapada en el silencio



 Corría, corría por los pequeños pasadizos del sótano de alguna casa. No recordaba cómo había llegado allí, ni tampoco por qué tenía la necesidad de salir. Lo único que podía hacer es obedecer a la voz que la incitaba a no parar de moverse, a continuar huyendo de una figura a la que ella no era capaz de dar forma, pero sabía que si se paraba, ésta la alcanzaría y lo que ocurriese después no sería nada bueno para su persona.
Notaba una presión cada vez más fuerte en los pulmones, que intentaban avisarla de lo que sus gemelos no habían podido. Tenía que parar. Aunque sólo fuesen cinco míseros segundos. Y, en principio, esa idea no le pareció del todo mala, tomaría bocanadas de oxígeno para recuperar el perdido y, luego, seguiría hasta llegar a aquel lugar que tanto ansiaba alcanzar, como una meta extraviada en la oscuridad de su alma. 
Hubo un momento en el que tuvo que apoyarse en las mohosas paredes para cansarse menos. Estaban mugrientas, pero a ella ya no le importaba, sólo quería salir lo antes posible de allí, ganar un juego que ella no recordaba haber empezado. Le daba la sensación de que a medida que avanzaba, las paredes se estrechaban más, hasta que llegase un momento en el que querrían darle un abrazo asesino.
Sin embargo, las cosas empeoraron en el momento en el que notó cómo unos diminutos cristales de color verde se clavaban en sus pies amenazándola y dejando un pequeño rastro de sangre a lo largo del interminable pasillo, para que aquél que la persiguiese supiese que no iba mal encaminado en su búsqueda. Cada doloroso paso la incitaba a gritar, pero no podía, y eso la frustraba, es como si alguna malvada bruja le hubiese robado la voz. No aguantaría eternamente, habría un momento en el que daría un paso en falso y lo lamentaría el resto de su vida, si es que podía.
De repente, el liso suelo cambió su estructura por una más inestable, para mostrarle que nunca podría ganar ese juego, que había sido creado con la intención de que siempre hubiese un mismo vencedor, que por supuesto no era ella. Al no reaccionar su cuerpo al mismo tiempo que su mente, se vio caer, caer como una roca tirada desde un precipicio. Era el final.
Lo siguiente que recordó fue a ella tumbada en una superficie fría y que se acomodaba demasiado bien a su espalda: era una cama. Ya no estaba en los pasillos de aquel sótano, sino en una habitación que se asemejaba demasiado a la que tenía cuando tan sólo era una niña que soñaba con volar tan alto como Peter Pan. Todos los dibujos que cubrían las paredes habían sido testigos de muchas cosas que se ocultaban tras sus inocentes e infantiles sonrisas.
Quiso levantarse, pero notó que algo tiraba de ella fuertemente, algo frío, como el resto de la habitación. Un cinturón de cuero que alguien había atado a los barrotes de la cama le oprimía el tobillo impidiéndole huir. Gritó lo más fuerte que pudo, ya no le importaban las consecuencias de sus acciones, sólo deseaba salir como fuera. La única respuesta que obtuvo fue la aparición de un hombre de mediana edad, que la observaba desde el otro lado de la puerta. Su rostro le recordaba a alguien, pero no sabía decir a quién. Entró en la habitación y desató el cinturón de cuero que la aprisionaba en su propio refugio. Por un instante, sintió que era su salvador, que la había liberado de cualquiera que fuese su castigo; pero ese momento fue tan efímero que no le pareció ni haberlo pensado. Vio cómo poco a poco alzó el cinturón que antes la unía a la cama. Se hizo un ovillo como si por acurrucarse más empequeñecería hasta desaparecer de aquel espantoso lugar.

"Es para que aprendas a ser una niña buena. Es para que aprendas a ser una nina buena"
Esperó con impaciencia que descargase su rabia camuflada en educación, deseando que acabase ya todo, que pagase por el error que creía haber cometido. Pero entonces, una serie de imágenes comenzaron a rondar en su cabeza. Era todo tan real que parecía que estuviese allí en lugar de tumbada en una cama esperando su castigo.
Podía ver cómo ella caminaba por una desierta calle rodeada de niebla donde una gran cantidad de casas se apilaban como si no hubiese espacio suficiente para todas ellas. Una casa destacaba sobre las demás, no estaba pintada con el mismo color rojo oscuro que caracterizaba a las otras; además, era más grande, mostrando su superioridad y que el dueño de ésta tendría mayor poder adquisitivo como para disponer esa, más bien, mansión. Ella decidió acercarse a la casa, por una razón que aún desconocía. Se gritaba que no lo hiciese, que no ocurriría nada bueno. No obstante, continuó.
Pudo observar que cerca se situaba un árbol desnudo con dos cuervos en cada una de sus ramas, como si sus plumas pudiesen asemejarse con las hojas que solían abrigarlas cuando menos les hacía falta. Parecían mirarla con ojos humanos, advirtiéndole que lo mejor que podía hacer era interrumpir su ruta y seguir en otra dirección. Sin embargo, ella se estremeció, se sintió como si cada uno de los cuervos fuesen a picotearla con sus futuros remordimientos.
Cuando fue a llamar al timbre, observó un lema grabado en la puerta de entrada: "Controla al juego o el juego te controlará a ti". Antes de poder siquiera tocar el interruptor blanco y rodeado de motivos florales también blancos la puerta se abrió, como si ya esperase su llegada. Ella entró sin más determinación, buscando algo o a alguien en su interior. Notaba cómo los latidos de su corazón aumentaban rápidamente catapultándola a un grado elevado de estrés.

A su derecha, se percató de la presencia de un marco que se posaba sobre una cómoda de madera de pino. La foto enmarcada mostraba la imagen de una familia feliz –o que fingía serlo– que estaba sentada en pequeño pero cómodo sofá. Pudo reconocer a sus padres, años antes de divorciarse, y a ella misma sonriendo cuando tan sólo tenía siete años. No tenía ni idea de si en realidad era feliz o simplemente posaba para la foto, pero recordaba con amargura esos años, clavándose como un punzante dolor en lo más profundo de ella. Fue a cogerla, sólo para recordar los viejos tiempos, se dijo, intentando convencerse de que no lo echaba de menos.
En cuanto tuvo la foto en sus manos escuchó un estruendo que la asustó. Miró al suelo y observó cómo un charco amarillento y espumoso bañaba el parquet e inundaba los fragmentos de cristal verde oscuro que contenían aquel líquido con un grado moderado de alcohol antes de romperse.

––¿Qué haces aquí? ––preguntó una voz detrás de ella.

Se giró sobresaltada para ver al mismo hombre que aparecía en la fotografía con diez años de más. Se podían observar los cambios producidos en ese tiempo, a causa de la cercana vejez. Las arrugas decoraban cruelmente su rostro mientras que las canas intentaban endulzar la personalidad oscura del individuo. No pudo evitar mirar el destrozo que había provocado la joven de diecisiete años al tirar su botella de cerveza. Temió que sonriese como todas aquellas veces había hecho antes de comenzar a perseguirla por toda la casa, pero ahora no sería capaz, ya no podía. No obstante, la mirada de la joven no estaba entretenida en su rostro, sino en el elegante cinturón marrón de cuero que adornaba sus pantalones de pana para que no le estuviesen demasiado grandes.

Sintió cómo una vez más ese complemento la atizaba en todo su ser. Después, notó un fuerte escozor por todo su cuerpo, sólo que estaba vez era imaginario. Tragó saliva.

––Hola, papá.

Demasiado tarde para salir corriendo.

*

"Este relato es totalmente ficticio. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia"

domingo, 13 de enero de 2013

Cuando la soledad acecha





"No es por mí, es por ti"

Ésas fueron sus últimas palabras antes de abandonarla, antes de sumirla en el profundo vacío que las rupturas conllevan. No era capaz de explicar cómo pudo suceder. Su historia era bella, estaba segura de que él la necesitaba tanto como ella lo hacía. Pero no era así. Nunca lo fue. 
Se conocieron a los quince años, cuando él se balanceaba tranquilamente en un columpio y era el extraño chico nuevo. Ella fue la única que se acercó a él y le ofreció su amistad. El silencio era su medio de comunicación y las miradas que se perdían en el horizonte sus muestras de cariño.
Veía cómo todas las tardes combatía contra los zombis que se le presentaban en aquello a lo que él llamaba televisión. No le molestaba, aunque no le gustaba participar. Prefería ser una espectadora más y disfrutar del espéctaculo tridimensional que se le permitía observar. Era todo lo que él podía desear.
Le había confesado sus más íntimos secretos, lo había visto llorar. Pensaba que confiaba en ella, porque, sino, ¿a qué persona se le ocurriría contarle algo tan personal como lo que ella había sido capaz de escuchar?
¿En qué había fallado?
Poco a poco, la fue excluyendo de sus planes, como si en realidad fuese tan sólo una mota de polvo del jersey que llevaba puesto y que ansiaba quitarse de encima. Comenzó a quedar con sus nuevos amigos, sí, aquéllos que antes lo insultaban por ser diferente, y que ahora lo elogiaban por ver que era como ellos. Llegaba a altas horas de la madrugada y la única excusa que le ponía no era otra que "no tengo tiempo para estar solo". Ella lo creía, igualmente, aún pasaba tiempo con ella, cuando ésta lo observaba dormir y desencadenar una lucha contra una figura invisible cuando estaba en mitad de una pesadilla. Podía haberlo despertado. Podría.
Sin embargo, la máxima traición llegó en cuanto apareció Anastasia Robbins, o Stacia, como le gustaba que la llamasen. Su bella melena oxigenada era imposible ser comparada con la transparencia física de ella. Mientras Anastasia era guapa, ella debía conformarse con ser tan inestable como el agua al cambiar de frasco. Querer aspirar a algo más cuando sabía que nunca podría cumplir sus expectativas. Anhelar lo que no conseguiría jamás.
Sabía que un día ocurriría lo peor, que se desharía de ella, como otros tantos habían hecho antes. No obstante, intentaba hacerse a la idea de que, por muy acompañado que estuviese, siempre precisaría de ella para poner sus pensamientos en orden. 
Ingenua de ella. 
Una tarde como otra cualquiera, él llegó a su habitación y dejó la mochila en el suelo como en anteriores ocasiones había hecho. Pero no era el mismo. Había cambiado. Y sus remordimientos lo impulsaban a hacérselo saber.

-Soledad, tenemos que hablar.

Ella, que estaba en todas partes y en ninguna a la vez, se estremeció temerosa. Intentaba tranquilizarse, aunque le era imposible. Nunca antes se había dirigido así ante ella. 

-Sé que durante mucho tiempo has estado conmigo y has llenado el vacío que me causaba el que me ignorase la gente. Porque, en realidad, en ningún momento llegamos a estar solos del todo, sino parcialmente, ya que siempre hay alguien acompañándonos. No obstante, ahora que ya por fin tengo amigos e incluso novia, me doy cuenta de que ya no ocupas ningún lugar en mi corazón, que ya no hay sitio para ti. Ya no tienes porqué oprimirme el pecho con la angustia de ser un marginado social. Creía que aliviabas mi dolor cuando en realidad lo aumentabas. Te echo para siempre de mi vida. No es por mí, es por ti.

Soledad comprendió las palabras y, aunque intentó no llorar, unas gotas transparentes relucieron por ese bello rostro también transparente. Ella no pedía nada más que encontrar a alguien que de verdad la comprendiese, que no tuviese a nadie. Ser la única compañía de alguien. Que esa persona la necesitase tanto como el oxígeno que respiraba día a día. 
Abrió la ventana para hacerla desaparecer. Y ella, sin pensárselo dos veces, saltó al vacío. Dejó que el viento la atizase en su inmaterial figura, a la búsqueda de su nueva víctima. Cualquiera podría ser la nueva fuente de energía de Soledad, pero ella tenía otros planes. Esperar a que su antiguo acompañante se quedara solo otra vez y entonces volver a atormentarlo con su presencia. Puede que ella fuese mala con aquéllos que ignoraban su presencia, pero aún lo era más con aquéllos que la habían rechazado en cuanto ya les parecía un estorbo.

"Nos volveremos a ver, chico"