Imagen de Sasha Freemind
Recuerdo todas aquellos momentos que pasamos juntos, aquellas ocasiones en las que no podíamos parar de reír, teníamos la certeza de que no iban a acabar nunca. O eso creíamos.
Algún día, todas esas carcajadas se transformaron en momentos de tensión o incluso de resentimiento. No sabía qué había pasado, pero habíamos dejado de soportarnos. Habíamos dejado de lado ese vínculo que nos unía para forjar una sutil enemistad. No entendía qué había pasado, pero creo que tampoco lo comprendía nadie y, como siempre, la gente comenzó a establecer sus alianzas. Quién era el bueno y quién era el malo. ¿Justo? No. ¿Necesario? Tampoco.
En este tipo de batallas silenciosas, siempre hay un ganador y un perdedor acorde a la opinión popular. Siempre se determina quién es la víctima y quién es el verdugo según las convicciones de cada uno. Reducimos la vida a dos posiciones opuestas: los buenos y los malos.
Siempre crees que eres el bueno, hasta que la gente decide encasillarte como la persona que ha hecho daño a la otra. Argumentos insignificantes y frases lapidarias son su mejor arma para demostrar que tú eres quien ha hecho todo mal.
Aunque al inicio me hundí tras verme olvidada como un muñeco viejo y adopté inconscientemente un rol victimista, hoy me despojo de todos mis temores y alzo la voz a los cuatro vientos para deciros:
Ni el bueno es tan bueno ni el malo es tan malo.