Caminaba, caminaba sola por el frío bosque. Durante un largo periodo de tiempo, los árboles, que ahora se desnudaban poco a poco deshaciéndose de las hojas que cubrían sus vergonzosas ramas, su blanco camisón y ella se habían encaminado en una peregrinación mental de la que prometía volver pronto. Y, de hecho, se había tomado demasiado en serio su misión.
¿Cuánto tiempo llevaba fuera?, ¿semanas?, ¿meses? Sólo recordaba que cuando partió, los prados se teñían de un saludable color verdoso que empujaba a cualquiera a sus adentros. Ahora, acercándose al corazón de un bosque situado en mitad de la nada, la hierba y las hojas secas morían bajo sus pies con cada paso que ella daba.
Hacía frío, no obstante, las bajas temperaturas no provocaban reacción alguna que tuviera como causa su veraniega prenda; sus entumecidos dedos habían soportado tanto que ya no sentía nada, como si fuese un sueño, su subconsciente trataba de engañarla.
Su madre la mataría si se enterase que iba tan ligera de ropa en esa época. Aunque, ¿era eso verdad?, ¿acaso tenía alguien que criticaba cada una de sus elecciones sin permitirle equivocarse por sí misma? No lo sabía, pues, durante su viaje, había creado tantas realidades paralelas con su imaginación que ya no recordaba cuál de ellas era la que había acunado a la joven hasta convertirla en un proyecto de mujer.
Sí que se acordaba que cuando se marchó repentinamente de su hogar, situado en cualquier punto del planeta, quería olvidarse de todo aquello que la abrumaba día a día, dejar de lado el bullicio de la gente que conspiraba contra ella con sus miradas maliciosas, deshacerse de los pensamientos que la envenenaban poco a poco con su burbujeante odio...
Había estado tanto tiempo sin conversar con su mente que, cuando deseaba contarle sus sentimientos más profundos y compararlos con otros ya pasados, ésta no podía contactar con él, como si nunca hubiese existido, como si su vida se basase sólo en ir a algún lugar que ella desconocía.
Había olvidado su voz, hacía tanto que no hablaba que ya no sabía ni cuál era el secreto para hacer vibrar sus cuerdas vocales, como si de un hechizo de magia se tratase. Su registro le era prácticamente desconocido, no se decantaba por si su voz era chillona caramelizada en arrogancia o grave y bastante provocativa. ¿Quién se lo iba a decir, el viento?
En el reflejo de algún pequeño lago podía presenciar una figura esbelta con el pelo oscuro que mostraba un semblante inexpresivo. Las calmadas aguas le revelaban que era ella, cosa que negaba rotundamente. ¿Desde cuándo se había transformado en eso? Los mechones negruzcos caían amenazantes por sus hombros advirtiéndole sobre el animal que se había vuelto; las ojeras se trazaban bajos sus ojos sumiéndola en el cansancio que intentaba apoderarse de ella poco a poco; en cuanto al vestido, o lo que quedaba de él, narraba los más crueles enfrentamientos con los seres vivos de alrededor, siendo como una prueba de fuego en su memoria.
Desde entonces su misión cambió. En un momento, quiso encontrar a su verdadero yo y lo único que hizo fue perderse todavía más en la neblina de su conciencia. Entró por olvidar todo de sí misma y, ahora que lo había conseguido y se había dado cuenta de que no era el camino correcto, retrocedería buscando a la prepotente joven de antes, si es que recordaba cómo hacerlo o si sería su antiguo yo y no uno de una realidad distinta. Mientras tanto, continuaría caminando.