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miércoles, 21 de noviembre de 2012

Lo que siempre quise decirte


Te fuiste, te fuiste de mi lado una vez más, sin saber que ésta iba a ser la última. Habían sido cientos de veces las que te vi deslizarte por el marco de la puerta y escaparte de mi pequeño mundo. Tomaste el tren rumbo a la tierra prometida, pero te olvidaste las maletas y, ahora, yo espero aquí desolada con la excusa de que vuelvas para darte un beso de despedida. 
Mis sentimientos, encerrados bajo llave, pretendían salir de la prisión que los colmaba poco a poco para retenerte, pero no se dieron cuenta de que ya era demasiado tarde para hacerte perder el tren. Entonces me martillearon a mí, porque fui lo suficientemente estúpida como para no decirte lo mucho que te quería hasta que era obvio que ya no podías oírme. Orgullo, ¿tal vez? No lo sé.
Recuerdo aquellas interminables tardes que pasábamos entreteniéndonos viendo películas del Viejo Oeste, a mí ni siquiera me gustaban; pero, aparte de salir en escena unos cautivadores pura sangre, disfrutaba tu compañía. Ahora no tengo ni idea de quién va a poder rellenar el vacío que has dejado en mi alma.
¿Por qué la vida es tan cruel? ¿Por qué la vida es tan egoísta que se lleva siempre a aquéllos que realmente nos importan? ¿No es capaz de comprender que necesito desesperadamente verte por última vez para no olvidar nada de tu maravilloso ser? ¿Acaso no me permite decir las cosas que nunca fui capaz de articular durante estos dieciséis años? 
No importa cuánto tiempo espere con la compañía de la soledad a que vuelvas a por esas maletas, no lo harás. Y mientras inundo mi existencia poco a poco con mis lágrimas, sólo soy capaz de decir una cosa: ya eres libre.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Sed de venganza



Los mechones negruzcos caían lentamente como una cascada de emociones indefinidas en sus hombros. Sus ojos verdes se dirigían a la inocente chica que había en el espejo, el fantasma de su pasado. Como una anaconda, enseñó lentamente sus colmillos, preparada para morder. Ya no había escapatoria. No para él.
Fue la víctima y se convirtió en la villana, la villana de su propia historia. La antagonista de su némesis. La consecuencia de su causa. A veces, confiaba en el hecho de que el reflejo de su alma la engañaba, que en realidad seguía siendo aquella joven asustadiza de ojos color dulce de leche, que el espejo distorsionaba su verdadero yo confundiéndola con su hermana gemela, la mala. Espera, ¿desde cuándo tenía hermanos? No sólo había perdido la esencia del tinte de su espíritu, sino también la cordura.
Entonces un joven irrumpió en la sala. Ella, por su parte, escondió los colmillos, vistiéndose otra vez con la piel de una muchacha que creyó ser y, de hecho, lo fue. Se besaron con (fingida) pasión. Los besos la transportaban a momentos de humillación y dolor, al menos para ella. Recordó el embarrado primer amor, las risas y  los dedos acusadores. Cuatro años después, allí estaban, sólo que ella era él y él, ella, pero él no tenía ni idea de que ella era ella.
Por fin había conseguido que la deseara, una vez ya le era indiferente. Ahora, lo único que quería era probar ese líquido etéreo más sabroso que el champán francés y más sagrado que el vino: la venganza. Y es que el cúmulo de emociones que le proporcionaría le sería más satisfactorio que intentar reconstruir un corazón que él destruyó con su martillo de engaños.
Poco a poco, un destello iluminó sus ojos, mezclando el ahora chocolate negro de su iris con una leche pura y blanquecina con sabor a mordacidad. Sonrió. Él, exhausto por la chica que se le acababa de mostrar, muy diferente a la que creía conocer, dio varios pasos hacia atrás intentando huir de su desastroso futuro.
-¿Quién eres? -preguntó mientras reconocía a alguien que pensaba haber desechado de su vida. Mala suerte.
-Soy la reina de tus mentiras y la verdad de tu existencia.
En ese instante, sus ojos llameantes le mostraron el reflejo de la víctima en la que se acababa de transformar. El momento había llegado.