Seguidores

lunes, 20 de mayo de 2013

La oscuridad de la luz



Ése es Neil, el chico de piedra. Nació en los suburbios de una ciudad que ni él mismo recordaba, donde pasó parte de su infancia hasta que las autoridades decidieron que su familia era demasiado poco para él, que merecía algo mejor, si por mejor se entiende el estar lo que quedaba de su preadolescencia en casas de acogida que lo rechazaban a los pocos meses. 
De pequeño era el típico niño rarito que caminaba incomprendido por los pasillos con su único fiel compañero: el silencio, aquel amigo que nunca le enseñó a alimentar su corazón con amor. Sin embargo, cuando la adolescencia llegó, él y su extravagante tatuaje en el brazo izquierdo enamoraron a más de una chica con complejo de heroína y sus libros de falsas historias románticas sobre cómo una ignorante es capaz de cambiar a un hombre que no se entiende a sí mismo. Curioso rompecabezas que Neil resolvía rompiendo las páginas de sus historias de amor, como si no fuesen demasiado perfectas para ser contadas.
Entonces llegó Madison (en realidad se llamaba Danna, pero como era el nombre de su madre biológica, que la llamaran así le hacía pensar que aún seguía con ella). También era adoptada, como él, de hecho, tenían los mismos padres adoptivos. Sin embargo, mientras su dolor lo había convertido en un chico solitario, ella había conseguido transformar su sufrimiento en experiencias positivas que habían hecho que mejorara como persona.
Madison y Neil solían hablar de sus padres biológicos, comparándolos con los de acogida, quienes nunca podían ser tan espléndidos como estos primeros por muy perfectos que fueran. Criticaban con dureza el sistema que les había arrebatado a sus padres e intentaron buscarlos desesperadamente, aunque de forma fallida. 
Ese deseo de reunirse otra vez con sus progenitores hizo que estrecharan lazos tanto que hubo un momento en el que todos pensaban que eran pareja. Prácticamente iban juntos a cualquier lugar ensimismados en conversaciones sobre diferentes temas que parecían tener en común. Ambos estaban de acuerdo en que Avenged Sevenfold era el único grupo que podía hacerles evadirse de los problemas que se les presentaban día a día.
Neil comenzó a sentir poco a poco algo que nunca antes había notado palpitar en su pecho ¿cariño, tal vez? ¿amor? ¿desesperación? Fuese lo que fuese, tuvo la necesidad de comentárselo a Madison, la única que lo había comprendido realmente durante todo ese tiempo y que se había convertido en algo parecido a una amiga.
Una vez le hubo declarado sus sentimientos, ella sonrió de aquella manera que era capaz de incomodar a cualquier persona, ya que lo que diría a continuación podía acabar con la mísera felicidad de una persona en segundos.

-Lo siento, Neil, eres un gran tío, pero el amor es de débiles, y yo me amo demasiado como para saber que no te necesito en mi vida.

Le partió el corazón.
Neil se sintió perplejo, era la primera que él era el rompecabezas y ella la persona que iba recomponiéndolo a su antojo, pero se había cansado y lo había lanzado contra la pared rompiéndolo en mil pedazos. El dolor que oprimía su pecho era tan insoportable que supo que nunca más confiaría en nadie, si es que ya lo hacía. Que la soledad era su mejor compañía y el silencio su mejor mensaje.
Ése es Neil, el chico de piedra. Lo sé porque ese chico soy yo.

domingo, 3 de febrero de 2013

La jaula de lágrimas


Aunque era una mañana cualquiera de un sábado cualquiera, nada era igual para Lucinda, la chica de tez pálida. Se sentía como si una espiral la absorbiera poco a poco hasta acabar con todo lo que ella creía conocer de sí misma. Así que decidió ponerse aquel chándal que solía utilizar hacía un tiempo y salió a correr.
Normalmente, Lucinda odiaba eso, porque la obligaba a meditar, y sólo pensaba en ella y en todo lo que debería y no debería haber hecho, clavándose en su corazón como grandes punzadas de remordimiento. Prefería enjaularse en su habitación con la excusa de estar cansada y la necesidad de que no se enfriaran sus tortitas con sirope matutinas. Pero hoy no, hoy tenía que correr.
Las imágenes de su infancia la atormentaban día y noche mostrándole a una niña con coletitas cuya mayor afición era ser feliz y, no era tan difícil, al menos eso recordaba. Solía ser el modelo de conducta de muchas madres y algunas niñas llegaron a odiarla porque ellas siempre la tomaban como referente; no obstante, eso no le importaba siempre que los viernes por la tarde su padre le proporcionara una gran fuente de caramelos.
¿En qué momento se convirtió en el experimento fallido de la Perfección?
Como método de autodefensa, se convencía de que perdió su habitual sonrisa a los once años, cuando su única hermana se fue a vivir a Noruega y no la había vuelto a ver después de que hubiesen pasado ya seis años. Sin embargo, sabía que no era por eso.
Lucinda se rascó el cuello, sentía como si la sudadera del chándal la oprimiera poco a poco hasta ahogarla en sus recuerdos. Le provocaba un calor sofocante, que la incitaba a retroceder, pero no podía, no quería.  Era como un castigo que la azotaba profundamente en su alma, castigo que ella creía merecer, ya que desde unos meses atrás su única fuente de energía procedía del dolor de los demás a causa de sus mordaces palabras, para saciar aquél que le provocaron hacía un tiempo.
De repente, se tropezó con una piedra. Acto seguido, cayó al suelo.
Observó sus delicadas manos, en las que ahora piedrecitas cubiertas de arena se incrustaban en sus palmas. Sintió que su mundo se resquebrajaba poco a poco con cada lágrima que aparecía en su inmaculado rostro. No era por la caída, sino por la frustración.
Cuando se levantó, se percató de que estaba en un lugar que antes consideraba como su segunda casa. Se asomó a la ventana de ésta, para recordar viejos tiempos en los que correteaba por ella. ¿Cuánto hacía que no hablaba con sus dueños? ¿Cuatro, cinco meses?
Entonces, unas imágenes comenzaron a aparecer en su mente. Recuerdos, lo llaman. Se veía recorriendo las mismas calles que había cruzado en ese instante a paso ligero. También llevaba chándal. Había salido a correr como todas las mañanas hacía. No obstante, hubo algo que hizo que se parara en el lugar en el que ahora se encontraba. Vio cómo su actual ex-novio y su antigua mejor amiga se fundían en un apasionado beso. Ella, sin comprender muy bien la situación, entró en cólera, separándolos a ambos de un empujón. No podía creer que aquella a la que había considerado durante tanto tiempo las únicas personas en las que era capaz de confiar plenamente estuvieran desafiándola a darse cuenta de que todo lo que sabía sobre la gente que la rodeaba era mentira. Después de esto, salió corriendo con el rostro cubierto en lágrimas y guardó el chándal, hasta hoy.
Sintió una descarga eléctrica emocional a lo largo de su espina dorsal, como si todo acabase de ocurrir en ese preciso instante. Tal y como aquel día, salió corriendo, escapando de una amenaza invisible, enfundada en lágrimas, mostrándose a sí misma que nunca podría superar ese dolor y precisaría el de otros para intentar volver a ser feliz.
Hay gente que siempre nos hará daño, pero el dolor que sus acciones nos produzcan dependerá de quiénes son. A veces pagamos con gente inocente nuestra frustración como si así pudiésemos vengarnos de aquellos que acabaron con nuestra autoestima. El mundo está lleno de obstáculos llamados decepciones, y es difícil sortearlos. La vida no es fácil y nunca lo fue.

domingo, 27 de enero de 2013

Llévame contigo


Recuerdo la primera vez que me preguntaron quién era Lenah. Fueron mis padres. Yo les relaté con lujo de detalles que era el amor de mi vida y que la había conocido hacía tan sólo unas semanas. Ellos parecían contentos, después de todo, era la primera vez que una chica me miraba a los ojos sin pensar en lo pringado que era. ¿Que no sabes quién es ella? Te lo explico.
Lenah es fuego y a la vez también hielo, es una contradicción de su propia existencia. Es agridulce como la salsa. Su parte dulce es capaz de encontrar la luz de la generosidad en un corazón de piedra y su parte agria puede mandar a paseo a cualquier imbécil que se fije en el lema delantero de su camiseta. Una vez probé su parte agria, cuando la invité a cenar a mi casa y ella no se presentó. No le dirigí la palabra en dos semanas, pero era imposible, yo la amo.
El humo del cigarrillo que salía de sus labios cada vez que estaba en casa se perdía en un ambiente cargado en rock & roll. Nos adentrábamos en las marismas de la tranquilidad cada vez que el vodka nos consumía a los dos. Pasaba mi tiempo haciéndole fotos o dibujando su belleza radiante. Creo que mi madre llegó a envidiar su aterciopelada piel, porque puso mala cara en cuanto veía las fotos que le hacía. No es que ella no sea guapa, pero mi novia lo es más.
Más de una vez le pregunté qué era de sus padres, porque siempre rehuía ese tipo de preguntas. Ella sólo encogía los hombros, volvía a omitir la respuesta de algo que para mí era tan importante. Después, para evitar que yo me quejase otra vez por no querer contarme algo tan importante como eso, me besaba apasionadamente.
Mis amigos estaban cansados de que sólo hablase de ella, diciendo que no era el de antes, que no estaba bien, que tenía un problema. ¿Estar enamorado es un problema? El problema lo tienen ellos porque no han encontrado el amor verdadero.
Por otra parte, mis padres me miraban extrañados cada noche que les decía que Lenah cenaría conmigo, que no tenía adónde ir, que estaba sola. Luego, se enfadaban cuando veían que ella no probaba ni bocado de su comida. Yo la justificaba diciendo: "Es muy quisquillosa, perdonadla".
Un día, mis padres me llevaron a dar un paseo con el coche. Querían hablar conmigo. Alegaban que durante un tiempo me había comportado de una manera muy siniestra, hablando tanto de esa chica. Mi padre siempre tenía la manía de dar golpecitos al volante cuando pensaba comentarme algo que sabía que me enfurecería. Entonces, llegó.

-Max, Lenah no existe.

Comencé a gritar, diciéndole todas y cada una de las veces que la habían visto. Pero mi madre respondió que lo único que podía darles una referencia de su aspecto físico eran mis dibujos, que mis fotos sólo enfocaban un punto indefinido del horizonte y que no se había presentado ni una sola noche a cenar. 
Definitivamente, el paseo terminó en un psiquiátrico.
Y, sinceramente, la vida allí no está tan mal como la plantean en algunas películas. Hacemos terapia, nos dan medicación; y después, tenemos todo el día para nosotros solos. Ya he hecho varios amigos, Nicole y Harry. Ambos están más cuerdos de lo que cualquier terapeuta podría estar. Parece como una conspiración, como si quisiesen tenernos dentro durante toda la eternidad.
Ayer, cuando ya por fin había terminado de comer y tomado mi medicación, entré en mi habitación y me senté a dibujar un poco. Era la primera vez que dibujaba a alguien que no era Lenah, me encargué de reflejar con un carboncillo una situación bastante graciosa que Harry me contó que le ocurrió el día antes de entrar en este sitio de locos. De graciosa no tenía nada, pero tenía necesidad de plasmarla en un papel.
En ese momento allí estaba Lenah. Me miraba fijamente, recriminándome que me dejaba aplacar por varias personas que no tenían vida propia.

-Te he echado de menos -comencé yo, acariciando su pelo.

Me besó. Fue un instante corto, pero tan intenso como solía ser siempre. La abracé con fuerza, maldiciendo a cada uno de los que afirmaban que lo que me ocurría era un trastorno debido al miedo al rechazo. Ella estaba aquí y yo sería su media manzana, porque odia las naranjas.

-No te dejaré marchar, cariño -siguió Lenah.

Me quedé paralizado.

-Juntos para toda la eternidad.

sábado, 19 de enero de 2013

Atrapada en el silencio



 Corría, corría por los pequeños pasadizos del sótano de alguna casa. No recordaba cómo había llegado allí, ni tampoco por qué tenía la necesidad de salir. Lo único que podía hacer es obedecer a la voz que la incitaba a no parar de moverse, a continuar huyendo de una figura a la que ella no era capaz de dar forma, pero sabía que si se paraba, ésta la alcanzaría y lo que ocurriese después no sería nada bueno para su persona.
Notaba una presión cada vez más fuerte en los pulmones, que intentaban avisarla de lo que sus gemelos no habían podido. Tenía que parar. Aunque sólo fuesen cinco míseros segundos. Y, en principio, esa idea no le pareció del todo mala, tomaría bocanadas de oxígeno para recuperar el perdido y, luego, seguiría hasta llegar a aquel lugar que tanto ansiaba alcanzar, como una meta extraviada en la oscuridad de su alma. 
Hubo un momento en el que tuvo que apoyarse en las mohosas paredes para cansarse menos. Estaban mugrientas, pero a ella ya no le importaba, sólo quería salir lo antes posible de allí, ganar un juego que ella no recordaba haber empezado. Le daba la sensación de que a medida que avanzaba, las paredes se estrechaban más, hasta que llegase un momento en el que querrían darle un abrazo asesino.
Sin embargo, las cosas empeoraron en el momento en el que notó cómo unos diminutos cristales de color verde se clavaban en sus pies amenazándola y dejando un pequeño rastro de sangre a lo largo del interminable pasillo, para que aquél que la persiguiese supiese que no iba mal encaminado en su búsqueda. Cada doloroso paso la incitaba a gritar, pero no podía, y eso la frustraba, es como si alguna malvada bruja le hubiese robado la voz. No aguantaría eternamente, habría un momento en el que daría un paso en falso y lo lamentaría el resto de su vida, si es que podía.
De repente, el liso suelo cambió su estructura por una más inestable, para mostrarle que nunca podría ganar ese juego, que había sido creado con la intención de que siempre hubiese un mismo vencedor, que por supuesto no era ella. Al no reaccionar su cuerpo al mismo tiempo que su mente, se vio caer, caer como una roca tirada desde un precipicio. Era el final.
Lo siguiente que recordó fue a ella tumbada en una superficie fría y que se acomodaba demasiado bien a su espalda: era una cama. Ya no estaba en los pasillos de aquel sótano, sino en una habitación que se asemejaba demasiado a la que tenía cuando tan sólo era una niña que soñaba con volar tan alto como Peter Pan. Todos los dibujos que cubrían las paredes habían sido testigos de muchas cosas que se ocultaban tras sus inocentes e infantiles sonrisas.
Quiso levantarse, pero notó que algo tiraba de ella fuertemente, algo frío, como el resto de la habitación. Un cinturón de cuero que alguien había atado a los barrotes de la cama le oprimía el tobillo impidiéndole huir. Gritó lo más fuerte que pudo, ya no le importaban las consecuencias de sus acciones, sólo deseaba salir como fuera. La única respuesta que obtuvo fue la aparición de un hombre de mediana edad, que la observaba desde el otro lado de la puerta. Su rostro le recordaba a alguien, pero no sabía decir a quién. Entró en la habitación y desató el cinturón de cuero que la aprisionaba en su propio refugio. Por un instante, sintió que era su salvador, que la había liberado de cualquiera que fuese su castigo; pero ese momento fue tan efímero que no le pareció ni haberlo pensado. Vio cómo poco a poco alzó el cinturón que antes la unía a la cama. Se hizo un ovillo como si por acurrucarse más empequeñecería hasta desaparecer de aquel espantoso lugar.

"Es para que aprendas a ser una niña buena. Es para que aprendas a ser una nina buena"
Esperó con impaciencia que descargase su rabia camuflada en educación, deseando que acabase ya todo, que pagase por el error que creía haber cometido. Pero entonces, una serie de imágenes comenzaron a rondar en su cabeza. Era todo tan real que parecía que estuviese allí en lugar de tumbada en una cama esperando su castigo.
Podía ver cómo ella caminaba por una desierta calle rodeada de niebla donde una gran cantidad de casas se apilaban como si no hubiese espacio suficiente para todas ellas. Una casa destacaba sobre las demás, no estaba pintada con el mismo color rojo oscuro que caracterizaba a las otras; además, era más grande, mostrando su superioridad y que el dueño de ésta tendría mayor poder adquisitivo como para disponer esa, más bien, mansión. Ella decidió acercarse a la casa, por una razón que aún desconocía. Se gritaba que no lo hiciese, que no ocurriría nada bueno. No obstante, continuó.
Pudo observar que cerca se situaba un árbol desnudo con dos cuervos en cada una de sus ramas, como si sus plumas pudiesen asemejarse con las hojas que solían abrigarlas cuando menos les hacía falta. Parecían mirarla con ojos humanos, advirtiéndole que lo mejor que podía hacer era interrumpir su ruta y seguir en otra dirección. Sin embargo, ella se estremeció, se sintió como si cada uno de los cuervos fuesen a picotearla con sus futuros remordimientos.
Cuando fue a llamar al timbre, observó un lema grabado en la puerta de entrada: "Controla al juego o el juego te controlará a ti". Antes de poder siquiera tocar el interruptor blanco y rodeado de motivos florales también blancos la puerta se abrió, como si ya esperase su llegada. Ella entró sin más determinación, buscando algo o a alguien en su interior. Notaba cómo los latidos de su corazón aumentaban rápidamente catapultándola a un grado elevado de estrés.

A su derecha, se percató de la presencia de un marco que se posaba sobre una cómoda de madera de pino. La foto enmarcada mostraba la imagen de una familia feliz –o que fingía serlo– que estaba sentada en pequeño pero cómodo sofá. Pudo reconocer a sus padres, años antes de divorciarse, y a ella misma sonriendo cuando tan sólo tenía siete años. No tenía ni idea de si en realidad era feliz o simplemente posaba para la foto, pero recordaba con amargura esos años, clavándose como un punzante dolor en lo más profundo de ella. Fue a cogerla, sólo para recordar los viejos tiempos, se dijo, intentando convencerse de que no lo echaba de menos.
En cuanto tuvo la foto en sus manos escuchó un estruendo que la asustó. Miró al suelo y observó cómo un charco amarillento y espumoso bañaba el parquet e inundaba los fragmentos de cristal verde oscuro que contenían aquel líquido con un grado moderado de alcohol antes de romperse.

––¿Qué haces aquí? ––preguntó una voz detrás de ella.

Se giró sobresaltada para ver al mismo hombre que aparecía en la fotografía con diez años de más. Se podían observar los cambios producidos en ese tiempo, a causa de la cercana vejez. Las arrugas decoraban cruelmente su rostro mientras que las canas intentaban endulzar la personalidad oscura del individuo. No pudo evitar mirar el destrozo que había provocado la joven de diecisiete años al tirar su botella de cerveza. Temió que sonriese como todas aquellas veces había hecho antes de comenzar a perseguirla por toda la casa, pero ahora no sería capaz, ya no podía. No obstante, la mirada de la joven no estaba entretenida en su rostro, sino en el elegante cinturón marrón de cuero que adornaba sus pantalones de pana para que no le estuviesen demasiado grandes.

Sintió cómo una vez más ese complemento la atizaba en todo su ser. Después, notó un fuerte escozor por todo su cuerpo, sólo que estaba vez era imaginario. Tragó saliva.

––Hola, papá.

Demasiado tarde para salir corriendo.

*

"Este relato es totalmente ficticio. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia"

domingo, 13 de enero de 2013

Cuando la soledad acecha





"No es por mí, es por ti"

Ésas fueron sus últimas palabras antes de abandonarla, antes de sumirla en el profundo vacío que las rupturas conllevan. No era capaz de explicar cómo pudo suceder. Su historia era bella, estaba segura de que él la necesitaba tanto como ella lo hacía. Pero no era así. Nunca lo fue. 
Se conocieron a los quince años, cuando él se balanceaba tranquilamente en un columpio y era el extraño chico nuevo. Ella fue la única que se acercó a él y le ofreció su amistad. El silencio era su medio de comunicación y las miradas que se perdían en el horizonte sus muestras de cariño.
Veía cómo todas las tardes combatía contra los zombis que se le presentaban en aquello a lo que él llamaba televisión. No le molestaba, aunque no le gustaba participar. Prefería ser una espectadora más y disfrutar del espéctaculo tridimensional que se le permitía observar. Era todo lo que él podía desear.
Le había confesado sus más íntimos secretos, lo había visto llorar. Pensaba que confiaba en ella, porque, sino, ¿a qué persona se le ocurriría contarle algo tan personal como lo que ella había sido capaz de escuchar?
¿En qué había fallado?
Poco a poco, la fue excluyendo de sus planes, como si en realidad fuese tan sólo una mota de polvo del jersey que llevaba puesto y que ansiaba quitarse de encima. Comenzó a quedar con sus nuevos amigos, sí, aquéllos que antes lo insultaban por ser diferente, y que ahora lo elogiaban por ver que era como ellos. Llegaba a altas horas de la madrugada y la única excusa que le ponía no era otra que "no tengo tiempo para estar solo". Ella lo creía, igualmente, aún pasaba tiempo con ella, cuando ésta lo observaba dormir y desencadenar una lucha contra una figura invisible cuando estaba en mitad de una pesadilla. Podía haberlo despertado. Podría.
Sin embargo, la máxima traición llegó en cuanto apareció Anastasia Robbins, o Stacia, como le gustaba que la llamasen. Su bella melena oxigenada era imposible ser comparada con la transparencia física de ella. Mientras Anastasia era guapa, ella debía conformarse con ser tan inestable como el agua al cambiar de frasco. Querer aspirar a algo más cuando sabía que nunca podría cumplir sus expectativas. Anhelar lo que no conseguiría jamás.
Sabía que un día ocurriría lo peor, que se desharía de ella, como otros tantos habían hecho antes. No obstante, intentaba hacerse a la idea de que, por muy acompañado que estuviese, siempre precisaría de ella para poner sus pensamientos en orden. 
Ingenua de ella. 
Una tarde como otra cualquiera, él llegó a su habitación y dejó la mochila en el suelo como en anteriores ocasiones había hecho. Pero no era el mismo. Había cambiado. Y sus remordimientos lo impulsaban a hacérselo saber.

-Soledad, tenemos que hablar.

Ella, que estaba en todas partes y en ninguna a la vez, se estremeció temerosa. Intentaba tranquilizarse, aunque le era imposible. Nunca antes se había dirigido así ante ella. 

-Sé que durante mucho tiempo has estado conmigo y has llenado el vacío que me causaba el que me ignorase la gente. Porque, en realidad, en ningún momento llegamos a estar solos del todo, sino parcialmente, ya que siempre hay alguien acompañándonos. No obstante, ahora que ya por fin tengo amigos e incluso novia, me doy cuenta de que ya no ocupas ningún lugar en mi corazón, que ya no hay sitio para ti. Ya no tienes porqué oprimirme el pecho con la angustia de ser un marginado social. Creía que aliviabas mi dolor cuando en realidad lo aumentabas. Te echo para siempre de mi vida. No es por mí, es por ti.

Soledad comprendió las palabras y, aunque intentó no llorar, unas gotas transparentes relucieron por ese bello rostro también transparente. Ella no pedía nada más que encontrar a alguien que de verdad la comprendiese, que no tuviese a nadie. Ser la única compañía de alguien. Que esa persona la necesitase tanto como el oxígeno que respiraba día a día. 
Abrió la ventana para hacerla desaparecer. Y ella, sin pensárselo dos veces, saltó al vacío. Dejó que el viento la atizase en su inmaterial figura, a la búsqueda de su nueva víctima. Cualquiera podría ser la nueva fuente de energía de Soledad, pero ella tenía otros planes. Esperar a que su antiguo acompañante se quedara solo otra vez y entonces volver a atormentarlo con su presencia. Puede que ella fuese mala con aquéllos que ignoraban su presencia, pero aún lo era más con aquéllos que la habían rechazado en cuanto ya les parecía un estorbo.

"Nos volveremos a ver, chico"