Imagen de Dejan Zakic
Escribí este relato cuando tenía dieciséis años, nunca llegué a publicarlo. Lo encontré el otro día por casualidad en borrador en el blog. Espero que os guste.
La niña de los rizos de oro pasó con su uniforme como tantas veces había hecho a lo largo de los últimos meses. El parque le mostraba una fría visión de la realidad a causa de la molesta niebla, que mostraba los indicios de una nevada que se avecinaría.
Como todas las tardes, encontró al mismo joven de diecisiete años que se sentaba en la fuente que jamás liberaría agua de su interior para después volver a filtrarla. Muchas veces eran las que lo había visto mirar al ahora nublado cielo en busca de la respuesta a una desconocida pregunta que rondaba en su cabeza.
En menos de diez segundos, la niñase vio dentro de la mugrosa fuente usando su infantil mochila como asiento para no mancharse la falda de cuadros escoceses.
–Hola –comenzó la niña–. ¿Qué haces en este sitio?
El joven ni se inmutó de su presencia los primeros diez segundos, como si su voz hubiese sido el rugido de un molesto coche que acaba de pasar afectado por el efecto Doppler. Luego la miró y se retiró unos centímetros para no estar tan cerca de ella, como si su presencia lo estorbase. Pero no dijo nada.
–Durante estos días te he visto mucho por aquí. –continuó, quien nunca tomaba el silencio como respuesta–. Pareces triste, ¿te pasa algo?
–No estoy triste. Simplemente tengo un dolor en el pecho que me impide ser feliz.
–¿Te duele aquí? -señaló la parte izquierda de su pecho, donde se encontraba un musculoso corazón que bombeaba sangre segundo tras segundo–. Mi profesora dice que si eso es así...
Él ya no la escuchaba, sus risas eclipsaban la voz de la preadolescente. Podía ver cómo articulaba cada una de las palabras pero le era imposible oírlas, como si un potente hechizo se lo impidiese.
–No, no hablo de ese tipo de dolor –volvió a ponerse serio en cuanto decidió cesar con las risas–. A veces simplemente desearía no encariñarme tanto con la gente para que luego su ausencia no me destroce y tenga que vivir con el fantasma de su pasado.
–Las pérdidas no son nada más que obra de la vida para mostrarnos que la crueldad a veces no está sólo en las personas, sino en lo que nos rodea. Pero siempre hay que saber que ellos estarán siempre velando por nosotros. Por ejemplo, ahí -comentó mientras apuntaba a un lugar desconocido del horizonte.
Las carcajadas volvieron a retumbar en el espacio abierto que se les presentaba en ese instante, pero ella no se unió a la melodía que ellas provocaban, tan sólo se mantuvo taciturna a la espera de su fin.
–Dime una cosa, ¿eso lo has pensado tú? -preguntó curioso. Entonces, volvió a reírse-. ¿Dónde vives, en Sabelotodolandia?
–No. En realidad, vivo al final del parque, en la rotonda, donde está la parada de autobús. Y eso no me lo he inventado yo, me lo dijo papá.
–¿Y no es él quien te ha dicho tantas veces que no le confieses a desconocidos dónde vives?
La niña frunció el ceño y se levantó a la vez que observaba sus zapatos de charol, los cuales estaban llenos de una fina capa de arenilla procedente del suelo granuloso del parque.
–Pero, ¿qué dices, Caleb? ¡Si eres mi hermano!
–Tal vez, pero en lo más profundo de mí, no soy más que un completo desconocido para ti.
La pequeña tiró de la mano del joven para que dejase el tan incómodo asiento y se dirigiesen ya a su casa. Pero él no desistía, quería quedarse unos minutos más sumido en el silencio y solo, completamente solo.
–Va, venga, no puedes estar eternamente así. A ella no le gustaría.
Nada más decir eso, se le ensombreció el rostro. No debería haber dicho eso. Aunque actuase de forma reacia cada vez que la nombraba, sabía que le dolía; que en un fondo que, como él decía, desconocía, esas palabras eran como afilados punzones que se clavaban en su alma.
–Tienes razón. A veces se me olvida lo sensata que eres, enana.
Tras esto, le revolvió los mechones de su acicalado cabello y la tomó por la mano. Después, se perdieron en las sombras que los árboles proyectaban para dirigirse a casa.