Te fuiste, te fuiste de mi lado una vez más, sin saber que ésta iba a ser la última. Habían sido cientos de veces las que te vi deslizarte por el marco de la puerta y escaparte de mi pequeño mundo. Tomaste el tren rumbo a la tierra prometida, pero te olvidaste las maletas y, ahora, yo espero aquí desolada con la excusa de que vuelvas para darte un beso de despedida.
Mis sentimientos, encerrados bajo llave, pretendían salir de la prisión que los colmaba poco a poco para retenerte, pero no se dieron cuenta de que ya era demasiado tarde para hacerte perder el tren. Entonces me martillearon a mí, porque fui lo suficientemente estúpida como para no decirte lo mucho que te quería hasta que era obvio que ya no podías oírme. Orgullo, ¿tal vez? No lo sé.
Recuerdo aquellas interminables tardes que pasábamos entreteniéndonos viendo películas del Viejo Oeste, a mí ni siquiera me gustaban; pero, aparte de salir en escena unos cautivadores pura sangre, disfrutaba tu compañía. Ahora no tengo ni idea de quién va a poder rellenar el vacío que has dejado en mi alma.
¿Por qué la vida es tan cruel? ¿Por qué la vida es tan egoísta que se lleva siempre a aquéllos que realmente nos importan? ¿No es capaz de comprender que necesito desesperadamente verte por última vez para no olvidar nada de tu maravilloso ser? ¿Acaso no me permite decir las cosas que nunca fui capaz de articular durante estos dieciséis años?
No importa cuánto tiempo espere con la compañía de la soledad a que vuelvas a por esas maletas, no lo harás. Y mientras inundo mi existencia poco a poco con mis lágrimas, sólo soy capaz de decir una cosa: ya eres libre.